Toda mi vida creí que los idiomas eran para personas especiales, para quienes parecían tener un don o algo similar; creía que yo, por el contrario, no lo poseía y me sentía atrapada por una barrera invisible que me causaba una angustia profunda.

Cada vez que intentaba mantener una conversación, me paralizaba y me avergonzaba de mis errores y prefería evitar cualquier tipo de contacto con otros idiomas. Mi idea de que “no nací para los idiomas” era tan fuerte, que desde pequeña, antes de cada clase de inglés me ponía ansiosa y buscaba sentarme o esconderme en el último lugar del salón.  

LOS IDIOMAS Y YO

Mi vida dio un giro de 180 grados, me comprometí no sólo a aprender más, sino a ayudar a otros en su camino con los idiomas y a mis 18 años empecé a dar clases.

Sin embargo, tenía claro, que lo que sabía no era suficiente para ayudar como yo quería y para ello, decidí estudiar lenguas, como mi segunda licenciatura, aprender de profesores mucho más experimentados que yo, leer a los mejores autores, seguir dando clases y perfeccionar mi propio método de aprendizaje y enseñanza.

Dediqué mi tiempo a experimentar a prueba y error con el aprendizaje del francés y como consecuencia casi inmediata, a medida de que avanzaba, el camino se volvía cada vez más claro.

Los idiomas comenzaron a abrirme puertas y a llevarme a lugares que nunca imaginé, por ejemplo, viví en Portugal y aprendí la lengua aplicando el método que había desarrollado con mis idiomas anteriores. También enfrenté mi más grande miedo: el inglés, y así, conseguí una beca para perfeccionarlo durante todo un verano en Canadá.

Lo más importante y valioso de todo esto, fue que a través de los idiomas aprendí a conectar con personas maravillosas de todo el mundo y mi mundo pequeñito, poco a poco empezó a expandirse con mayor fuerza.